Toxicidad fuera o cómo Twitch también puede ser un aula de ética
Autora: Guadalupe Bécares
Además de lograr millones de visitas hablando de videojuegos, en los últimos meses los streamers han logrado que los adolescentes opinen sobre cuestiones como la fiscalidad de los impuestos en España o la honestidad de anunciar marcas que no te representan. ¿Pueden convertirse las plataformas en un megáfono para formar en valores?
A mediados de marzo, la canción El cuarteto de Ibai superaba ampliamente los cinco millones y medio de visitas en YouTube e iba camino de rozar los dos millones en Spotify. El mantra que repite la canción —elaborada con fragmentos de vídeos del conocido streamer Ibai Llanos pegados por la magia del Autotune con un sonido verbenero— se ha convertido en una declaración de intenciones que se ha colado en el vocabulario de los jóvenes, los no tan jóvenes e incluso en algún discurso político: «toxicidad, fuera; mala vibra, fuera. ¿Me llamas gordo? Te doy la mano». Un canto contra los haters en un entorno digital ya acostumbrado al grito.
Sin embargo, la razón de que los youtubers hayan saltado a los medios de comunicación en el último mes no es precisamente la reivindicación del buen rollo: a finales de enero, El Rubius —que va camino de los cuarenta millones de suscriptores en YouTube y supera los ocho en Twitch— anunciaba que iba a cambiar su residencia a Andorra, país que acoge desde hace algunos años a otros de sus compañeros como TheGrefg, Willyrex, Lolito o Vegetta, que acumulan otros varios millones de seguidores cada uno, sobre todo adolescentes. Además de la presencia de sus amigos en el país transpirenaico, en la carta donde explicaba sus razones para mudarse también hacía referencia a los impuestos, mucho más bajos que en España.
No eran los primeros en tomar una decisión semejante —el caso de la tenista Arantxa Sánchez-Vicario fue muy sonado en los noventa, al igual que sucedió con Montserrat Caballé o campeones de Moto GP como Álex Crivillé o Joan Mir—, pero la suya ha sido una de las que más impacto mediático ha tenido: hace diez o veinte años las redes sociales o no existían o no tenían, ni mucho menos, el alcance que tienen hoy. Con millones de seguidores en cada una de ellas, el mensaje de El Rubius fue viral en pocos minutos… al igual que el de aquellos que mostraron su desacuerdo, entre ellos el propio Ibai. Centenares de noticias y aún más comentarios después, el debate sigue abierto, pero la certeza es otra: han logrado poner sobre la mesa cuestiones que no lo estaban en un público que no suele verse interpelado por ellas. ¿O acaso era habitual ver a chavales de catorce años preguntando en casa qué es el IRPF?
Según el último Barómetro Fiscal, tres de cada cuatro encuestados veían injustificable el fraude
El encendido debate contrasta con los resultados del Barómetro Fiscal, que se dieron a conocer apenas unos días antes de que saltase a los medios la polémica de los streamers y que arrojaba datos significativos sobre el aumento de la conciencia fiscal de los españoles y su opinión sobre el fraude. Según se desprende de ellos, casi el 60% opinaba que los ciudadanos pagan sus impuestos —ya sea por cuestiones morales o por miedo a Hacienda— y tres de cada cuatro encuestados veían injustificable el fraude fiscal. «Cada vez son más los ciudadanos que cumplen y que quieren cumplir. Por ello, podemos concluir, parafraseando a Galileo tras su proceso ante la Santa Inquisición, al que, por cierto, llegó tarde por una epidemia de peste bubónica, que “y, sin embargo, [el cumplimiento tributario] se mueve”», explicaba Pablo Grande, inspector de Hacienda del Estado, en una columna publicada en Cinco Días.
Pero, además de moverse, la cuestión también ha llegado a unos adolescentes poco preocupados por la fiscalidad. Esto permite intuir que las nuevas conversaciones están ligadas a las palabras y, sobre todo, a los actos de aquellos que tienen capacidad de influir en los demás, se llamen como se llamen y opinen lo que opinen: ninguna campaña del Ministerio de Hacienda, por agresiva que fuese, hubiese logrado alcanzar los millones de reacciones que cosecharon el tuit y el vídeo de El Rubius o, con el enfoque contrario, las declaraciones de Ibai al respecto. La superficialidad o frivolidad achacada tradicionalmente a las redes y a los influencers contrasta con el fondo de debates como este y ponen de relevancia la capacidad de movilización y el calado de sus mensajes en los más jóvenes.
«Se han convertido en una ventana para la promoción no solo de productos materiales, sino también de ideas. A su vez, se ha creado un submundo que dista mucho de la realidad adolescente. Por eso, en su mayoría, abordan estos debates desde una visión única», apunta Andrés Calpe, profesor de secundaria. Tanto él como su compañero Alejandro Butrón utilizaron las noticias sobre El Rubius para abordar el tema en clase, y ambos coinciden en la polarización que causa el tema entre aquellos que tienen en los streamers a sus modelos y gurús. «La mayor parte compra el discurso antifiscalidad. Entienden que está bien que se vayan y desprecian la utilidad de los impuestos», apunta su compañero, que sí reconoce que otros, «quizá más maduros», son capaces de percibir más matices entre una posición y otra.
Sin pretenderlo, el debate que han puesto sobre la mesa es mucho más poliédrico y tiene que ver con la ética de las decisiones y la libertad para tomarlas, el respeto a la opinión de los demás, la justicia social o el mantenimiento del Estado del Bienestar; pero también con el papel de los streamers como agentes activos que influyen en cómo ven el mundo quienes aún están aprendiendo a mirarlo. «Han revolucionado la manera de comunicar, sobre todo en las nuevas generaciones y, de la misma forma que lo hacen los medios de comunicación, se han convertido también en una fábrica de pensamiento. En nuestro caso, los docentes no debemos dar la espalda a las nuevas formas de comunicar que utilizan los influencers: podemos encauzarlas hacia aspectos educativos e intentar crear un filtro para toda esa información», explica Calpe, que defiende utilizar situaciones como esta para intentar fomentar el sentido crítico en el alumnado. Aunque hoy todavía son adolescentes, en su tejado están los enormes retos sociales y medioambientales de las próximas décadas, y de las preguntas que se hagan hoy —y, sobre todo, de cómo les enseñemos a obtener las respuestas— dependerá el mundo que ellos construyan mañana.
Juventud, divino tesoro
Aunque solemos asociar la adolescencia a un periodo de tiempo marcado por el egoísmo, el mal humor, la frivolidad o el pasotismo, también es una época de idealismo que puede servir como palanca para la transformación social. No hay que retroceder tanto: pocos meses antes de que la pandemia nos encerrase en casa, millones de jóvenes salían a la calle en todo el mundo en multitudinarias Marchas por el Clima, el cénit del movimiento Fridays for Future iniciado con las huelgas de la activista Greta Thunberg un par de años atrás. Cuando las empezó, apenas tenía quince años.
Además de su impacto mediático y político —con potentes discursos en el Foro de Davos o en la COP25—, su irrupción en escena supuso el empuje definitivo para que personas que antes no se preocupaban por el cambio climático comenzasen a tenerlo en cuenta… y a actuar en consecuencia: según el III Estudio Marcas Con Valores, el 69% de padres con hijos menores de 20 años hace un consumo más consciente gracias a ellos. Un efecto Greta que, pese al impacto del coronavirus, es imparable.
Frente a las noticias que durante estos meses han asociado los jóvenes con la irresponsabilidad o el incumplimiento de las normas, también ellos mismos se han ocupado de pasar a las acciones en la calle, y no solo en las redes. Por ejemplo, Pablo Alcalde, un logroñés de dieciséis años, logró reunir a más de una veintena de compañeros para limpiar los destrozos causados tras una manifestación el pasado mes de noviembre. «Los jóvenes no somos todos unos vándalos. Mi madre es barrendera y yo sé lo que cuesta limpiar la ciudad», reclamaba tras un gesto que dio la vuelta a Twitter y que fue aplaudido por políticos y, sobre todo, por otros ciudadanos.
«La credibilidad es el valor más importante que los influencers deben conservar como comunicadores», sostienen desde Mazinn
El poder de la honestidad
Sabemos que los hijos influyen a sus padres para tomar parte y cambiar de hábitos, y sabemos que las nuevas generaciones piensan que, si hay que reinventar el sistema, no podemos seguir haciendo lo mismo. Como marcaba el informe de Deloitte Global Human Capital Trends, en 2018 el 86% pensaba que el éxito de una compañía debería medirse por algo más que por sus resultados económicos. Hoy, los gen-Z, parecen estar aún más convencidos de ese cambio, que pasa también por la relación con las marcas que consumen.
Con esa premisa, si la audiencia se fija más que nunca en los influencers, estos tienen un enorme poder a la hora de colocar la ética o los valores en la mesa de negociaciones. «Rechacé en su día a un banco que me daba muchísimo dinero por ser su imagen durante seis meses. Era una campaña muy fuerte, el banco parecía que molaba… Pero a mí me da respeto. Imagina que soy su imagen y luego desahucian a siete personas», explicaba Ibai Llanos en su entrevista en Lo de Évole. En ella también confesaba que se había negado a hacer publicidad de casas de apuestas por ética personal. «Entiendo que tienen que hacer publicidad y pagan por ello muchísimo dinero, pero desde mi posición es muy fácil decir que me encanta el Real Madrid y que los chavales vayan por ello a meterle dinero en un Madrid-Osasuna. No me mola», zanjaba.
En un momento en el que podemos ver hasta el más mínimo detalle de la vida de aquellos a quienes seguimos, los ciudadanos demandan otras cosas, empezando por coherencia entre lo que se dice y lo que se ve. «La percepción ha cambiado totalmente. Cuando esto empezó, las marcas buscaban gente que tuviese muchísimos seguidores porque creían que así llegarían a más consumidores. En cambio, ahora mismo todo trata de valores, entran en juego la confianza y la autenticidad, y por eso buscan a alguien que encaje con sus valores, independientemente del volumen de su comunidad», apuntan desde la consultora Mazinn.
Del otro lado, para los que están expuestos, la transparencia y honestidad con sus seguidores también son decisivos. «La ética debe jugar un papel fundamental a la hora de decidir qué productos quieres anunciar. La credibilidad es el valor más importante que los influencers deben conservar como comunicadores. Si faltan a eso, perderán la confianza de su comunidad y su capacidad de impactar», concluyen.
Aún está por ver cómo influye lo vivido durante los últimos meses en unos jóvenes que, a diferencia de los millenials, están viviendo su primera gran crisis económica, agravada por una situación excepcional que presumiblemente arrastrará secuelas en sus emociones y en su comportamiento. No sería de extrañar que derivase en un mayor individualismo o en la mayor indulgencia hacia comportamientos como la mudanza youtuber a Andorra: si en 2020 el 20% de los zetas afirmaba premiar a las marcas que respetan el medio ambiente, hoy solo lo declara el 4 %; también bajan del 11 al 2% aquellos que premian a las marcas que cumplen con sus obligaciones fiscales.
Sea como fuere, aunque por el momento no tenemos una bola de cristal para saber qué pasará o cómo actuarán en el futuro, los jóvenes de hoy saben que son, probablemente, la última generación capaz de cambiar las cosas y salvar el planeta. Ayudarles en ello es cosa nuestra y de quienes están al otro lado de la pantalla, demostrando que la ética tiene que ver con Kant… Y con El Rubius.