Qué nos diferencia (y qué no) del hombre de Atapuerca
Autor: David G. Maciejewski | Ilustración: Pablo Bacigalupe
La evolución no es una línea recta, sino un hilo que se enreda sobre nosotros mismos con el hilo de nuestra consciencia, lo que nos hace humanos. Ignacio Martínez Mendizábal, biólogo, paleoantropólogo y uno de los mayores expertos en nuestro país sobre evolución humana, echa la vista atrás para ver lo que tenemos delante: la capacidad de superación que hemos demostrado como especie desde hace miles de años definirá el mundo que hoy queremos (re)construir.
Que seamos la única especie que se ocupa de sus muertos indica que detrás de nuestra existencia hay una mente consciente de que la vida se termina. Y, hace miles de años, nuestros antepasados ya lo sabían. Así lo cree Ignacio Martínez Mendizábal, biólogo, paleoantropólogo y Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica (1997), uno de los mayores especialistas y divulgadores de la evolución humana en España. Hasta para expertos como él, rastrear el origen de la consciencia es una tarea titánica. Al fin y al cabo, ¿cómo medir algo tan intangible como la propia esencia humana?
Aunque los restos fósiles sirven para saber que, anatómicamente, quienes vivieron hace 200.000 años eran como nosotros, datar cuándo empieza a haber una mente consciente detrás de ellos es mucho más complejo. «Si yo pudiera contestar con precisión… creo que me darían el Nobel», bromea. Sin poder viajar en el tiempo y con la dificultad añadida de ver todo con las gafas –y los sesgos– de la vida actual, hacerlo merecería tal galardón. «Hay investigadores que creen que hubo un pequeño cambio genético en nuestra evolución que hizo que empezáramos a ser conscientes. El problema es que ese clic neuronal no fosiliza y nosotros somos especialistas en huesos y piedras rotas, que es lo que conservamos», explica el paleoantropólogo.
En un debate abierto donde las líneas temporales se alejan tanto, las opiniones de los expertos difieren. Mientras que existe un acuerdo generalizado en que los primeros objetos que aparecen en las excavaciones son adornos que implicarían un simbolismo o significado –por ejemplo, para establecer el mando de una tribu–, Mendizábal se confiesa más heterodoxo y cree que podrían también tener una función meramente estética. Así, aunque apunta a unas manifestaciones claras de simbolismo en el arte rupestre hace 40.000 años, para él hay que hacer una mirada mucho más larga que implica a otras especies, como los neandertales –que también desmontaron el mito de que los adornos eran competencia exclusiva de los humanos, como plantea Juan Luis Arsuaga en El collar del neandertal– y que tiene que ver con la propia cultura de la muerte.
Hace ahora un lustro, el equipo de investigación al que pertenece Martínez Mendizábal localizó en la Sima de los Huesos (Atapuerca) una acumulación intencional de cadáveres pertenecientes a, al menos, 28 individuos. Este hallazgo podría representar la manifestación ritual más antigua de la que hay registro, hace casi medio millón de años, pero también implicaría que esa consciencia de la muerte –y, con ella, de la vida– es anterior a los adornos o herramientas que se han encontrado en los yacimientos. En su opinión, esa tecnología empleada por nuestros antepasados también implica que hay algo más. «Algunos especialistas opinan que la talla de la piedra se puede hacer sin una mente consciente detrás pero, viendo los bifaces de los neandertales y cómo le enseñaban a los demás a tallarlos, se me hace difícil pensar que no la haya», explica.
«Consciencia es que nos preguntemos sobre las cosas, sobre qué somos y cómo organizarnos, aunque luego haya muchas formas de llevarlo a la práctica»
Zoon politikon: el origen de una sociedad compleja
Una mirada tan lejana comporta el riesgo de caer en la miopía pero, aunque no podamos saber exactamente cuándo apareció esa consciencia de lo humano, sabemos que hay algo que nos hace diferentes. Desde el zoon politikon de Aristóteles, ese animal político que quería y necesitaba leyes para ordenar la vida en comunidad, pasando por el racionalismo de Descartes –que sostenía que solo los humanos teníamos alma– o las teorías darwinistas que afirman que somos una evolución gradual y continua de características que podemos ver en otras especies, la ciencia aún no tiene una respuesta clara para zanjar una discusión filosófica y antropológica que lleva miles de años en el aire.
«La adquisición de la consciencia está en permanente evolución, no es un proceso lineal: puede aumentar, disminuir o modificarse en líneas que no nos imaginamos», recalca el experto, que se aleja de la tendencia a identificar esa característica con la formación de sociedades complejas, y pone como ejemplos a las abejas o a las hormigas, que las poseen pese a ser «autómatas biológicos». La diferencia está, precisamente, en que nosotros sí somos capaces de reflexionar sobre ello. «La consciencia es que nos preguntemos sobre las cosas, sobre qué somos y cómo tenemos que organizarnos, aunque luego haya muchas formas de llevarlo a la práctica, como vemos en los diferentes tipos de civilizaciones que hemos conformado a lo largo de la historia», añade.
Del sílex a la inteligencia artificial
Cuando hace dos millones y medio de años los homínidos decidieron ampliar su dieta, hasta entonces vegetariana, se dieron cuenta de que era difícil comer carne sin tener unos dientes afilados. Entonces, se les ocurrió que podían utilizar el filo de una piedra. Ese momento es, para Martínez Mendizábal, «un signo de rebeldía, la chispa donde radica la seña de identidad humana: querer hacer algo que no te toca biológicamente».
Algo tan simple como una piedra tallada condensa el origen y el sentido de la evolución humana: el uso de la tecnología ha cambiado el curso de nuestro destino como especie. «Es una creación del intelecto humano que nos define tanto como el lenguaje o la consciencia. Mientras el resto de los organismos del planeta se adapta biológicamente a sus necesidades, nosotros tenemos las adaptaciones extrasomáticas o, como yo los llamo, los cacharritos: inventamos cuchillos para poder comer carne o aviones para volar cuando no podíamos hacerlo. No tenemos alas, pero nos mueve la fuerza de nuestro talento», explica.
Aunque los cacharritos hayan dado un salto cuántico desde los bifaces prehistóricos a los ordenadores superinteligentes, al final la esencia es la misma: caminar de lo que somos a lo que queremos ser. «Con el tiempo, nuestro cerebro se fue ocupando de otras cosas. Ahora volamos, viajamos y somos los animales más rápidos que existen sin haber cambiado un ápice nuestro aparato locomotor», reflexiona el paleoantropólogo, que ve las implicaciones de ese enorme salto evolutivo incluso en la pandemia que hoy nos ocupa. «No vamos a superar el virus con nuestro sistema inmunitario, lo vamos a hacer con uno artificial: las vacunas y el Sistema Nacional de Salud», subraya.
«Volamos y no tenemos alas, pero nos mueve la fuerza de nuestro talento»
La (otra) emergencia climática
A lo largo de la última Edad de Hielo se han sucedido cuatro períodos glaciales, demostrando que al planeta la temperatura le es indiferente pero, a sus habitantes, no. Las civilizaciones que hemos construido son especialmente vulnerables a un cambio climático que nosotros mismos aceleramos por nuestra manera de producir y consumir. Aunque Martínez Mendizábal duda de que nos vayamos a extinguir por ello, sí que cree que implicará «catástrofe, dolor y miseria», un proceso que dará lugar a un nuevo tipo de sociedad que aún no conocemos. De nuevo, tendremos que volver a adaptarnos: «Los seres humanos hemos pasado por muchas cosas hasta llegar hasta aquí… pero aquí estamos».
Tenemos experiencia en esa tarea, pero ahora vivimos un momento único en la historia de la humanidad donde confluyen infinitos retos glocales. Sumado a problemas evidentes para el futuro del planeta como la superpoblación, el calentamiento global empujará la primera ficha del dominó: si los valles se anegan y se producen menos alimentos, se agudizarán las hambrunas, que exacerbarán las desigualdades y ensancharán la brecha con las zonas más empobrecidas.
Con todo, el paleoantropólogo remite a esa propia consciencia humana para ser capaces de actuar para cambiar el curso de nuestro destino, como hemos hecho antes. «Otras especies han sido capaces de adaptarse a las condiciones del planeta, pero nosotros somos la única consciente y, por tanto, la única responsable de sus actos», apunta. Ahora, la decisión está en nosotros: podemos elegir el legado que le dejamos a las generaciones venideras: «La humanidad y el planeta sobrevivirán, pero no me gustaría pensar que vamos a dejarles un mundo peor que el que nosotros hemos conocido».
Desinformación y fake science: ¿involucionamos?
Sin embargo, en un mar de desinformación, de escepticismo y de dudas, a menudo es difícil tomar decisiones conscientes que nos encaminen a legar un planeta más sano y justo. «Cuando uno no sabe ya qué es verdad y qué es mentira, lo único que podemos hacer es elegir el mal menor: si los científicos nos equivocamos a la hora de hablar de cambio climático, vamos a sufrir incomodidades; pero pensemos qué les va a ocurrir a nuestros nietos si escuchamos al que dice que no existe y seguimos como hasta ahora», plantea el paleoantropólogo.
Sea con el calentamiento global, con las noticias o las vacunas, el escepticismo y el negacionismo se han convertido no en una tendencia mayoritaria, pero sí en una semilla de duda preocupante. Aunque, como precisa Martínez Mendizábal, hace apenas un pestañeo en la historia, fueron quienes dudaron de que el mar se acabara en el horizonte los que descubrieron América. «Ahora nos escandalizamos porque se trata de gente que niega la evidencia científica, pero quienes dudan y se hacen preguntas han movido el mundo. Quizá es el precio que tenemos que pagar por ser una especie rebelde: aunque haya mucho cretino, no podemos fosilizar nuestras ideas».
«Somos la única especie responsable de sus actos»
Conscientes de nuestra propia interdependencia
La realidad interconectada en la que hoy vivimos es producto del equilibrio entre las dudas y las certezas, entre la cooperación y el conflicto de los grupos diversos que han habitado el mundo. Somos seres vulnerables e interdependientes que viven en un entorno inmensamente complejo: si desapareciera la competencia entre grupos y todos nos considerásemos parte de lo mismo, no existiría la xenofobia; pero eso mismo podría torcerse en un egoísmo absoluto donde no existiría la diversidad ni el altruismo. «Darwin pensaba –y quizá tuviese razón, aunque no se pueda demostrar– que los valores humanos nacieron precisamente de la competencia entre grupos. En unos seres sociales como los humanos, la supervivencia no solo depende de que a mí me vaya bien dentro del grupo, sino de lo bien que le vaya a mi grupo, que está en competencia con el resto. La historia de la humanidad ha sido una búsqueda del equilibrio entre todo ello y, si eliminamos esa última parte, lo único que me queda es preocuparme solo de que me vaya bien a mí», apunta el experto.
Cuando parecía que ya estaba todo dicho en la historia que nos precede, los humanos hemos encontrado un reto al que enfrentarnos por primera vez: balancear el conflicto entre lo individual, lo global y lo local es una de las cosas más fascinantes que tenemos que lograr como especie. «El homo sapiens tiene en común con los primates, los delfines, los elefantes y los perros la capacidad de reconocerse frente a un espejo. Sin embargo, solo en la nuestra tenemos la noción de que la consciencia es casi sinónimo de responsabilidad», concluye Martínez Mendizábal.
Entre la tensión y el equilibrio hemos bailado durante miles de años. Al fin y al cabo, como explica el paleoantropólogo, la nuestra es una historia de adaptación al cambio, de buscar vías para conseguir aquello con lo que soñamos. Sobre ello, conscientemente, nos hemos construido. «No poder hacer algo pero aspirar a hacerlo es el signo de la evolución humana», zanja. Ahora, los retos son nuevos y colosales, pero tenemos suerte: la historia está de nuestra parte.